martes, 22 de septiembre de 2009

Las aceitunas- Lope de Rueda

Toruvio.- ¡Válgame Dios! ¡Qué tempestad ha hecho desde el monte acá, que no parecía sino que el cielo se quería hundir y las nubes venir abajo! Y ahora, ¿qué nos tendrá preparado de comer la señora de mi mujer? ¡Así mala rabia la mate! ¡Mochacha! ¡Mencigüela! ¡Águeda de Toruégano! ¡Ea! ¡Todo el mundo durmiendo! ¿Habráse visto?

Mencigüela.- ¡Jesús, padre! ¡Que nos vais a echar la puerta abajo!

Toruvio.- ¡Mirá qué pico, mirá qué pico! ¿Y dónde está vuestra madre, señora?

Mencigüela.- Allá en casa de la vecina, que le ha ido a ayudar a poner unas cuerdas para tender la ropa.

Toruvio.- ¡Malas cuerdas os aten a ella y a vos! Andad y llamadla.

Águeda.- Ya, ya está aquí el de los misterios, que viene de hacer una negra carguilla de leña.

Toruvio.- Sí; ¿carguilla de leña le parece a la señora? Juro al cielo que éramos yo y vuestro ahijado a cargarla y no podíamos.

Águeda.- Ya; enhoramala sea, marido. ¡Y qué mojado que venís!

Toruvio.- Vengo hecho una sopa de agua. Mujer, por vida vuestra, que me deis algo de cenar.

Águeda.- ¿Y qué diablo os voy a dar si no tengo nada?

Mencigüela.- ¡Jesús, padre, y qué mojada que venía aquella leña!

Toruvio.- Sí, hija, y después dirá tu madre que el agua que traigo encima es el rocío del alba.

Águeda.- Corre, mochacha, aderézale un par de huevos para que cene tu padre, y hazle luego la cama. Estoy segura, marido, que nunca os acordáis de plantar aquel renuevo de olivo que os rogué que plantaseis.

Toruvio.- ¿Pues en qué creéis que me he entretenido tanto, si no?

Águeda.- ¡No me digáis, marido! ¿Y dónde lo habéis plantado?

Toruvio.- Allí junto a la higuera breval, adonde, si os acordáis, os di un beso.

Mencigüela.- Padre, bien puede entrar a cenar, que ya tiene todo aderezado.

Águeda.- Marido, ¿no sabéis qué he pensado? Que aquel renuevo de olivo que habéis plantado hoy, de aquí a seis o siete años llevará cuatro o cinco fanegas de aceitunas y que poniendo olivos acá y allá, de aquí a veinticinco o treinta años tendréis un olivar hecho y derecho.

Toruvio.- Eso es la verdad, mujer, que no puede dejar de ser lindo.

Águeda.- Mira, marido, ¿sabéis qué he pensado? Que yo cogeré las aceitunas, y vos las acarrearéis con el asnillo, y Mencigüela las venderá en la plaza. Mira, mochacha, que te mando que no me des el celemín a menos de a dos reales castellanos.

Toruvio.- ¿Cómo a dos reales castellanos? ¿No veis que es un cargo de conciencia pedir tan caro? Que basta pedir a catorce o quince dineros por celemín.

Águeda.- Callad, marido, que es el olivar mejor de toda la provincia.

Toruvio.- Pues a pesar de eso, basta pedir lo que tengo dicho.

Águeda.- Ya está bien, no me quebréis la cabeza. Mira, mochacha, que te mando que no des el celemín a menos de dos reales castellanos.

Toruvio.- ¿Cómo a dos reales castellanos? ven acá, mochacha, ¿a cómo has de pedir?

Mencigüela.- A como quisiéredes, padre.

Toruvio.- A catorce o quince dineros.

Mencigüela.- Así lo haré, padre.

Águeda.- ¡Cómo así lo haré padre! Ven aquí, mochacha, ¿a cómo has de pedir?

Mencigüela.- A como mandáredes, madre.

Águeda.- A dos reales castellanos.

Toruvio.- ¿Cómo a dos reales castellanos? Yo os prometo que si no hacéis lo que yo os mando, que os tengo de dar más de doscientos correazos. ¿A cómo has de pedir?

Mencigüela.- A como decís, padre.

Toruvio.- A catorce o quince dineros.

Mencigüela.- Así lo haré, padre.

Águeda.- ¡Cómo asó lo haré, padre!­ ¡Toma, toma! hacé lo que yo os mando..

Toruvio.- Dejad la mochacha.

Mencigüela.- ¡Ay, madre; ay, padre, que me mata!

Aloxa.- ¿Qué es esto, vecinos? ¿Por qué maltratáis así a la muchacha?

Águeda.- ¡Ay, señor! Este mal hombre que me quiere vender las cosas a menos precio y quiere echar a perder mi casa: ¡unas aceitunas que son como nueces!

Toruvio.- Yo juro por los huesos de mi linaje que no son aún ni como piñones.

Águeda.- Sí son.

Toruvio.- No son.

Aloxa.- Ahora, señora vecina, hacedme el favor de entraros allá dentro, que yo lo averiguaré todo.

Señor vecino, ¿dónde están las aceitunas? sacadlas acá fuera, que yo las compraré aunque sean veinte fanegas.

Toruvio.- Que no, señor. Que no es de esa manera que vuesa merced piensa, que no están las aceitunas aquí en casa sino en la heredad.

Aloxa.- Pues traedlas aquí, que yo las compraré todas al precio que justo fuere.

Mencigüela.- A dos reales el celemín, quiere mi madre que se vendan.

Aloxa.- Cara cosa es esa.

Toruvio.- ¿No le parece a vuesa merced?

Mencigüela.- Y mi padre a quince dineros.

Aloxa.- Tenga yo una muestra de ellas.

Toruvio.- ¡Válgame Dios, señor! Vuesa merced no me quiere entender. Hoy, yo he plantado un renuevo de olivo, y dice mi mujer que de aquí a seis o siete años llevará cuatro o cinco fanegas de aceitunas, y que ella las cogerá, y que yo las acarrease y la mochacha las vendiese, y que a la fuerza había de pedir a dos reales por cada celemín. Yo que no y ella que sí, y sobre esto ha sido toda la cuestión.

Aloxa.- ¡Oh, qué graciosa cuestión; nunca tal se ha visto! Las aceitunas aún no están plantadas y ¿ha llevado ya la mochacha trabajo sobre ellas?

Mencigüela.- ¿Que le paresce, señor?

Toruvio.- No llores, rapaza. La mochacha, señor, es como un oro. Ahora andad, hija, y ponedme la mesa, que yo os prometo haceros una saya con las primeras aceitunas que se vendieran.

Aloxa.- Andad, vecino, entraos allá dentro y tened paz con vuestra mujer.

Toruvio.- Adiós, señor.

Aloxa.- ¡Qué cosas vemos en esta vida que ponen espanto! Las aceitunas no están plantadas y ya las habemos visto reñidas. Razón será que dé fin a mi embajada.

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Deyanira Uriostegui

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