domingo, 31 de enero de 2010

Una cita al día 176

"Filosófico es el preguntar, y poético el hallazgo".

María Zambrano
(1904 - 1991) Filósofa y ensayista española.







René Ostos ;)

Fotos (cortometraje)

Manu (Esteban Somosierra) y Esther (Beatriz Camino) son una feliz pareja que un buen día decide tomarse una foto...



Cualquier parecido con la coincidencia es mera realidad =P

René Ostos ;)

Mr. Beam se hace un sandwich



jajajaja, una de mis escenas favoritas =D

René Ostos ;)

sábado, 30 de enero de 2010

Una cita al día 175

"Amar es encontrar en la felicidad de otro tu propia felicidad."

Gottfried Wilhelm von Leibniz (1646 - 1716) Filósofo, matemático, jurista y político alemán.





René Ostos ;)

Bellas Artes

Palacio de Bellas Artes, México, Centro Histórico. (30-01-10)

René Ostos ;)

viernes, 29 de enero de 2010

Una cita al día 174

" Teme al hombre de un solo libro "

Tomás de Aquino (1225 - 1274) Filósofo y teólogo medieval.







René Ostos ;)

jueves, 28 de enero de 2010

Una cita al día 173

"La palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha."

Michel de Montaigne (1533 – 1592) Escritor y ensayista francés.






René Ostos ;)

T.M. Stevens - Solo

Pues conocí a este gran bajista en el Guitar and Bass Fest que se llevó a cabo hace ya varios años en el Salón 21. Recuerdo que casi toda la banda iba a ver a Mattew Friedman, guitarrista de Megadeth, pero quien emociono más a los espectadores fue T.M. Stevens, quien practicamente era un desconocido para todos los congregados en el recinto aquel. A mi memoria llega el hecho de que el presentador mencionó que el había sido bajista de un tal Steve Vai, en aquel tiempo yo no tenía idea de quien fuera ese sujeto (¡Ignorante!).



Yo quiero un bajo con foquitos de colores =(

Por cierto, eso de acercar el bajo al público para que los espectadores golpearan las cuerdas del bajo también lo hizo en el Guitar and Bass Fest, fue muy divertido.
René Ostos ;)

miércoles, 27 de enero de 2010

Una cita al día 172

" Conócete. Acéptate. Supérate. "

San Agustín (354 - 430)








René Ostos ;)

El jardín encantado - Italo Calvino

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir.

¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.

-Está a punto de llegar un tren -dijo Giovannino.

Serenella no se movió de la vía.

-¿Por dónde? -preguntó.

Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.

-Por allí -dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.

-¿Dónde vamos, Giovannino?

Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto.

-Por ahí.

Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.

-¡Dame la mano, Giovannino!

Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella dijo: “Sí”.

Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los dueños?

Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?

Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.

Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señores y señoras aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.

-Esa -decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor.

Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas.

Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.

-¿Nos zambullimos? -preguntó Giovannino a Serenella.

Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos abiertos y no veía más que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expulsados.

Salieron del agua y justo allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. Jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.

Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.

Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.

A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.

El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas y cómodas, como una antigua injusticia.

El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.

Sobre el autor

René Ostos ;)

martes, 26 de enero de 2010

Una cita al día 171

"¿A dónde huir? Tú llenas el mundo. No puedo huir más que en ti".

Marguerite Yourcenar (1903 – 1987) Escritora belga.






René Ostos ;)

La Enchilada Completa: Talibán

textoalternativo

(Da clic en la imagen para verla más grande)

Más monos del Maestro Patricio por acá.

René Ostos ;)

Cipriano Hernández Martínez - León Chávez Texeiro

Triste canción que refleja la realidad obrero - patronal que permanece vigente en nuestros días.



René Ostos ;)

lunes, 25 de enero de 2010

Una cita al día 170

"Lo único que es un fin en sí mismo es el hombre, nunca puede ser utilizado como medio."

Immanuel Kant (1724 – 1804) Filósofo alemán.


René Ostos ;)

domingo, 24 de enero de 2010

Una cita al día 169

"El periodismo es libre o es una farsa."

Rodolfo Walsh (1927 - 1977) Periodista, escritor, dramaturgo y traductor argentino.





René Ostos ;)

The Animation Show

Hilarante cortometraje animado del estadounidense Don Hertzfeldt. Les aseguro que no tiene desperdicio.



René Ostos ;)

sábado, 23 de enero de 2010

Una cita al día 168

"Lo obvio suele pasar desapercibido, precísamente por obvio"

Jacques-Marie Émile Lacan (1901 - 1981) Psicoanalista y escritor francés.






René Ostos ;)

El duelo de la encrucijada

Fragmento de la película Crossroads (1986) en la que Ralph Macchio le pone una buena arrastrada a Steve Vai (si, cómo no).



jejeje muy bueno, pero es evidente que la "improvisación" que se avienta Macchio para ganar es un intento del 5to Capricho de Paganini, a pesar de eso dicho duelo me fascina =P

René Ostos ;)

viernes, 22 de enero de 2010

Una cita al día 167

"Es mejor ser odiado por lo que uno es, que amado por algo que no es realmente"

André Paul Guillaume Gide (1869 – 1951) Escritor francés. Premio Nobel de Literatura 1947.







René Ostos ;)

¿Qué harás el viernes 5 de febrero?

¿No lo sabes aún? te propongo algo: una noche de buen rock en la Roma...


... ¿Qué dices? Asiste, es por una muy buena causa, además te vas a divertir, si no me crees checa este enlace. Entonces ya sabes, la cita es el 5 de febrero en el Foro Alicia, cover $80. Lleva a cuantos puedas.

jueves, 21 de enero de 2010

Una cita al día 166

"Nunca permitas que el sentido de la moral te impida hacer lo que está bien"

Isaac Asimov (1920 - 1992) Escritor ruso.





René Ostos ;)

Stay (Faraway, So close!) - U2

Una de las mejores rolas de estos irlandeses



Deyanira Uriostegui

miércoles, 20 de enero de 2010

Una cita al día 165

"Yo he preferido hablar de cosas imposibles porque de lo posible se sabe demasiado"

Silvio Rodríguez Domínguez (1946 - ¿?) músico, poeta y cantautor cubano.





René Ostos ;)

El sur - Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.

A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.

El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.

Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.

Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.

El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.

En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:

-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.

-Vamos saliendo- dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

Sobre el autor

René Ostos ;)

Una cita al día 164

"Ten siempre presente la debilidad humana: es nuestra naturaleza caer y cometer errores."

Confucio (551 a. C. - 479 a. C.) Filósofo chino.





René Ostos ;)

martes, 19 de enero de 2010

Sonata claro de luna - Beethoven

Brillante interpretación a cargo de la ucraniana Valentina Lisitsa.

PRIMER MOVIMIENTO


SEGUNDO Y TERCER MOVIMIENTO


Como para cerrar los ojos y dejarse llevar ¿Verdad?

René Ostos ;)

lunes, 18 de enero de 2010

Una cita al día 163

"No es tolerante quien no tolera la intolerancia."

Jaime Luciano Balmes (1810-1848) Filósofo y sacerdote español.







René Ostos ;)

Bayimg

Si necesitas subir una imagen a la red para que otras personas puedan verla, sin tener que registrarte, sin tener que instalar nada, con sólo examinar tu disco duro y subirla sin más; entonces lo que estás buscando es Bayimg. Bayimg es un sitio de hospedaje de imágenes que soporta hasta 140 formatos distintos, incluyendo aquellas que están comprimidas en formato .zip o .rar. Permite hospedar archivos con un tamaño de hasta 100MB, puedes introducir una clave para posteriormente, si así lo deseas, borrar tus archivos; pero lo mejor de todo es que dicho sitio ofrece este servicio ¡Totalmente Gratis! (Sí, amigo lector, leyó usted bien ¡gratis!)

Enlace a Bayimg

René Ostos ;)

Una cita al día 162

"No se sale adelante celebrando éxitos sino superando fracasos."

Orison Swett Marden (1850-1924) Escritor estadounidense.






René Ostos ;)

domingo, 17 de enero de 2010

Medalla al empeño

Ingenioso cortometraje del mexicano Flavio Gonzáles Mello, que narra la historia del primer connacional que ganó una medalla de oro en cliclismo. Una historia llena de efuerzo y que sin duda es una lección de vida.



jajaja

René Ostos ;)

sábado, 16 de enero de 2010

Una cita al día 161

"La incompetencia es tanto más dañina cuanto mayor sea el poder del incompetente".

Francisco Ayala García-Duarte (1906 - 2009) Escritor, ensayista y traductor español.





René Ostos ;)

Madero

Calle Francisco I Madero, Centro Historico de la Ciudad de México (06-09-05)

René Ostos ;)

viernes, 15 de enero de 2010

Una cita al día 160

"La poesía es más profunda y filosófica que la historia."

Aristóteles (384 a.C. - 322 a.C.) Filósofo griego.







René Ostos ;)

La máscara de la muerte roja - Edgar Allan Poe

La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

Sobre el autor

René Ostos ;)

Un Blues para Rosina fue todo un éxito

Ayer a las 10 pm, como ya antes en este Sótano se les había informado, se llevó a cabo el evento Un Blues para Rosina en el Ruta 61. El lugar se llenó, y la música y el ambiente estuvieron a pedir de boca. Para los gachos que pudiendo no fueron al evento, les paso los videos y un par de fotos de lo mucho que se perdieron.


Grupo Follaje



Solo del baterista

Radio Blues




El momento más emotivo de la noche



¿Cómo ven? Ya no se lamenten, aún pueden reivindicarse:


René Ostos ;)

Una cita al día 159

"Todas las guerras son guerras entre ladrones demasiado cobardes para luchar, que inducen a los jóvenes varones de todo el mundo a hacer la lucha por ellos. "

Emma Goldman (1869 – 1940) Anarquista de origen lituano.




René Ostos ;)

Monos de Patricio 13

Do not Disturb
Tatatiú tatatiú

Alto rendimiento
Más monos del Maestro Patricio por acá

René Ostos ;)

jueves, 14 de enero de 2010

miércoles, 13 de enero de 2010

Una cita al día 157

"El que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla "

Isabel Allende (1942 - ¿?) Escritora chilena







René Ostos ;)

martes, 12 de enero de 2010

lunes, 11 de enero de 2010

Una cita al día 156

"La soledad es muy hermosa... cuando se tiene alguien a quien decírselo."

Gustavo Adolfo Bécquer (1836 - 1870) Poeta y narrador español.






René Ostos ;)

En el espejo

Av. Juarez, Centro Historico, México D.F. (09-01-10)
René Ostos ;)

domingo, 10 de enero de 2010

Una cita al día 155

" Quien sabe de dolor, todo lo sabe "

Dante Alighieri (1265 - 1321). Poeta y escritor italiano.






René Ostos ;)

Cool #9 - Joe Satriani

Una de las rolas más emblemáticas de este gran maestro de la guitarra eléctrica. La canción es un agasajo, y la improvisación del intro que hace es una exquisitez...



René Ostos ;)

La coronela - Gonzalo Martré

Mira, Viejo, te hice el arroz con leche que tanto te gusta, con su canela y sus pasitas, y a los niños les hice flanes, de esos de cajita, pues ya ves, para los otros se necesita la olla express y como no hemos podido sacarla del Monte, pues no hay de tu tía. Los muchachos se pusieron recontentos, pues tomaron harta leche de la Alpura que ya ni recordaban a qué sabe, pues la de la Liconsa, no es que sea mala, pero como que tiene otro sabor; y luego una ni puede ir a la cola a las cinco de la mañana y los pobres se van a la escuela la más de las veces sin su lechita. Y la Alpura, bueno, pues sabe diferente, pero también cuesta remucho, lo del gasto no alcanza para comprar diario de esa, setenta pesos el litro, no más figúrate, se me irían trescientos cincuenta pesos diarios en eso, qué más quisiera, dos litros para los niños por la mañana porque como no tenemos refri ni modo de guardarla, no llega a la noche, aunque dicen que la Alpura aguanta hasta tres días sin refri, pero a mí ya se me ha echado a perder y mejor no. Y como la quieren subir otra vez está bien escasa, en la única parte donde la venden es en La Pilarica, que está no cerca, ahí empezando Nezayork, pero como le entregan poca, el dueño se aprovecha y si no llevas pan, Viejo, no te vende. ¡con lo caro que está! Cualquier bizcocho te vale tres a cinco pesos y bolillos, ¡esos nunca hay!, casi no hace pan blanco y apenas lo saca se acaba y como ya los niños y tú mismo, Viejo, tenían más de dos meses de no probar la leche, ni siquiera Liconsa, pues me hice la intención de comprar unos tres cartoncitos de la Alpura y apenas te fuiste a la fábrica yo también salí con el Andresito, ya vez que nunca salgo sola, sé que a ti no te gusta, y ay vamos los dos llegando como al cuarto para las siete a La Pilarica, acababa de descargar el camión de la Alpura y había una cola relarga para entrar a la panadería y comprar la leche, pero el dueño quería que todo mundo llevara pan, aunque no lo necesitara, que si con veinte de pan tenías derecho a un litro de leche, y con treinta a dos y si con cuarenta a tres y no vendía más de cuatro litros por cabeza ¡qué poca! Y todas las viejas mis compañeras estábamos hablando de lo abusivo del panadero y las más cercanas a la puerta le gritaban de cosas y, bueno que me salgo de la cola y con Andresito de la mano hago bola en la puerta a gritar ¡queremos leche no más!, entonces que el abusivo panadero cierra la puerta y nos dice que por escandalosos ni leche ni pan hasta que guardáramos orden y formáramos de vuelta la cola, éramos al rato como unas cien viejas y los del camión de la Alpura no más se reían de las cosas que le gritábamos al panadero, porque ahí estaban en el puesto que se pone en la parada del camión, almorzando su atole con tamales y risa y risa y eso me dio mucha muina, jodidos esos, de qué se tenían que reír si son iguales a nosotras, chofer y dos macheteros no son de la alta para burlarse, no son quién, y le digo a la Queta, la del ocho, que andaba junto conmigo, aprovechemos que las viejas están alborotadas para bajarles la leche a esos, que dejaron la puerta de atrás abierta y, entonces que comienzo a gritar ¡juntensé, juntensé! Y que me sigue la Queta, ya vez que es bien chaparrita, pero brava la endina, gritona como chachalaca en brama y luego me rodearon la Chela y la Güera que no son dejadas y me dijeron: estamos con usted doña Obdulia y al grito de: ¡leche para nuestros hijos, leche! nos juntábamos más y más y los del camión Alpura seguían riéndose de nosotras y se agarraban abajo haciéndonos señas groseras diciéndonos que ahí tenían leche de sobra y tons corrí al camión y detrás de mí se dejaron venir las viejas y la Güera se subió conmigo y comenzamos a jalar las cajas que como son de plástico, no pesan mucho y las orillábamos y fue cuando los de la Alpura quisieron meterse, pero ya el camión estaba rodeado, la Queta me cuidaba al Andresito y desinfló las llantas delanteras y los de la Alpura corrieron a La Pilarica para llamar por teléfono a la patrulla, pero el panadero no abría porque pensaba que también iríamos a quitarle su pan y no me lo vas a creer, Viejo, pero en menos que te lo estoy contando vaciamos el camión de la Alpura y a mí no me pasó nada porque todas las viejas de la cuadra me esperaron fajándose las enaguas, para que ni a mí ni a la Güera Angélica nos fueran a perjudicar los de la Alpura y ya en bola nos retiramos y yo me traje mis quince litrotes, que no más, porque pesas riarto y son estorbosos, y nos cooperamos las de aquí para comprar una barra de hielo y cada una marcamos nuestros cartones y los pusimos en unas tinas todas juntas para que nos duren cuando menos cuatro días. Ora me dicen aquí la Coronela.

Anda, come, no llevas ni la mitad.

Raro que no le entres al arroz con leche y pasitas que te hice, Viejo, ¿Se te fue el hambre?

Sobre el autor

René Ostos ;)

sábado, 9 de enero de 2010

Una cita al día 154

"El conocimiento es poder."

Francis Bacon (1561 - 1626) Filósofo y canciller inglés.










René Ostos ;)

Las flores - Café Tacvba (Desenchufado)

Una de las mejores canciones de, para mi, el mejor grupo mexicano, Café Tacvba, desenchufada y con huapango de pilón, por si no fuera suficiente.



René Ostos ;)

Una cita al día 153

"Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo no gozo de buena salud."

Woody Allen (1935) Director de cine, escritor y actor estadounidense.




René Ostos ;)

viernes, 8 de enero de 2010

El idiota - Pedro Javier Muñiz

Andaba por el tubo mirando videos que traer a sus ojos y me encontré con este, que a primera vista (en todo caso oído) me llamó la atención por el hecho de haber sido musicalizado con una canción del grupo mexicano Café Tacvba.



Ni hablar, soy un idiota.

René Ostos ;)

No oyes ladrar a los perros - Juan Rulfo

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.

—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.